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Pirámide de la Luna de Teotihuacán

En Teotihuacán, izada como el mástil de las carabelas que hicieron naufragar el nuevo mundo, se encuentra la pirámide de la Luna.

Desde su posición, observa con admiración al astro rey, a su hermana mayor, la pirámide del Sol. Su mirada carece de la sombra de ojos que antaño lució con orgullo, mas resalta con su figura el ceñido vestido de piedra de palabra de honor.

Se puede decir que este monumento nació en una época cercana al año 200 d.

C. y, al igual que una cebolla, fue adquiriendo capas que le han otorgado la estructura que a día de hoy podemos observar. A los pies de la pirámide, en una plataforma que se empleó para celebrar ceremonias, se encontró una figura de Chalchiuhtlicue, la diosa del agua a la que los habitantes de Teotihuacán veneraban.

Así como se sigue permitiendo subir a lo alto de la pirámide del Sol, cosa que debería cambiar en un futuro no muy lejano, la cima de la pirámide de la Luna está vetada para los turistas.

El valor artístico, histórico y arquitectónico es incalculable, y con nuestras pisadas estamos destruyendo los últimos vestigios del México prehispánico. De hecho, al igual que en otras muchas pirámides similares, los arqueólogos han encontrado túneles subterráneos que han ofrecido información tan valiosa como el saber que la pirámide de la Luna, al menos, fue operada en seis reformas distintas.

Las vistas desde el pedestal al que podemos trepar son espectaculares, y lo son principalmente porque la eterna Calzada de los Muertos cruza la ciudad de extremo a extremo.

Si tuviéramos la oportunidad de escalar algo más arriba, cualquier reverencia al paisaje quedaría obsoleto. Sin embargo, como no puede ser así, nos vale y nos sobra para dejar volar la imaginación y retroceder en el tiempo 15 siglos. Bajo nuestra barbilla se asienta la Plaza de la Luna, un conglomerado de tribunas piramidales que apuntan directamente a su altar central.

A veces, muchas veces si me permitís la corrección, dejamos de sentir la esencia de los lugares que visitamos por alcanzar la siguiente meta volante.

Nos olvidamos de saborear los momentos, unos efímeros segundos que, aunque nos duela, no vuelven a repetirse por muy holgada que sea nuestra cartera. Cerrar los ojos y dejar de escuchar las voces de nuestro alrededor es tarea difícil, pero cuando los párpados les devuelven la luz necesaria para enfocar, comprendemos lo mucho que merece la pena. Aprendemos a valorar lo que tenemos enfrente, y lo que es más importante, a quien tenemos a nuestro lado, esté a un metro o a miles de kilómetros de distancia.
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