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Xocotlhuetzi, la ceremonia del arbol sagrado

El universo indígena prehispánico de Mesoamérica rebosa de singularidades de enorme interés.

En general el valor que tienen todos estos aspectos culturales es que nos permiten atisbar en una perspectiva de la realidad totalmente alejada a la convencional, derivada de la razón y la lógica, que se nos impone por puro pragmatismo civilizador. Un ejemplo de este fascinante exotismo lo tenemos en la antigua ceremonia que se llevaba a cabo en el décimo mes del calendario azteca, el mes Xocotlhuetzi.

El árbol sagrado A lo largo de Tlaxochimaco, el noveno mes, los aztecas acostumbraban acudir a los cerros para cortar un árbol que tuviera unos 15 metros de altura.

Este tronco debía ser totalmente recto y con la anchura exacta para que una persona pudiera abrazarlo son problemas. A este árbol, al cual denominaban como xócotl lo transportaban desde el monte a la ciudad en medio de una algarabía de cantos, rituales y danzas diversas. Y es que el xócotl era en sí mismo, una encarnación de la divinidad, tanto así que lo llevaban montado sobre trozos de madera, para proteger al máximo la corteza del árbol sagrado.

Un ritual colorido Cuando la comitiva se hallaba en la periferia de la ciudad, era recibida por las mujeres nobles, quienes recibían a todos ellos, cargando jícaras con chocolate (recipientes con cocoa) y arreglos de flores, mismos que colocaban en el cuello de los que transportaban a la deidad.

Ya en la plaza principal, cavaban un agujero y erigían allí al árbol sagrado. En la cima del tronco colocaban dos maderos en forma de cruz y una figurilla de amaranto representando al dios, vestido con papeles de color blanco y ornamentado con varias tiras de papel multicolor, que se agitaban con el aire cual si fuesen largas banderas.

Testimonio y veneración Posteriormente los aztecas ataban varias cuerdas desde la punta del xócotl.

Justamente por estas sogas varios jóvenes trataban de subir- en el marco del ceremonial- para llegar antes que los demás hasta lo más alto del árbol sagrado y hacerse con la figurilla del dios. Los jóvenes se afanaban en verdaderos racimos y trepando unos sobre otros, con tal de obtener tan honrosa distinción de alcanzar a la deidad en la punta del árbol sagrado. Quien lo lograba, tomaba entre sus manos a la figurilla de amaranto, le quitaba los adornos: el escudo, los dardos y el lanza dardos y los tamales (panecillos de maíz) que incluía. Acto seguido, desmenuzaba la figurilla y los tamales para arrojar los fragmentos a la multitud. Todos los asistentes buscaban hacerse con un trozo de la divinidad. El vencedor, que descendía con las armas del dios, era ovacionado y festejado grandemente. Esta persona podía conservar en su casa los adornos de la deidad, como un testimonio de su fervor religioso y destreza física.
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